Por: Nayadira Agramonte
Periodista
Los rayos del sol apenas tenían cortas horas de nacer y ya te dejabas ver entre la rapidez del día, el bullicio de la calle y la prontitud de todos los que por frente a ti pasamos.
Morena hermosa, delgada y melena de rizos cuidados, pero con mirada perdida, solitaria y vacía.
¡Que pena! Me arrugaste el corazón, el alma. Me entraña al verte tan bella y expuesta en esa esquina. Tu delgadez... la cubre solo una franela un poco más larga que tu panties.
Con mis prejuicios pensé es adicta, pero rápidamente tu cuerpo limpio y cuidado me grita que no. De seguro algo te perturba la mente y te alejaste de quienes te cuidan.
Y mientras mis pensamientos trataban de entenderte, descubrirte, me aleje como los demás sin hacer nada...en solo pensar y suponer en qué te llevo a las calles, a encontrar belleza en esa pieza de metal redonda, dentada que lanzabas y colocabas de un lugar a otro, como niña que juega con el mejor juguete del mundo.
Así me fui, pero no te olvide. A los dos días te vimos, mis hijas y yo. El asombro de ellas no era menor al mío, ya solo cubrías tu zona pélvica, el panti rojo en perfectas condiciones, asegura que tu familia te cuida y que te le habías perdido en la ciudad que nada hacía por ti.
Ahora no me aleje y te deje ahí, sino que llamé a una institución de salud para que te salvaran de las calles y de ti, hermosa muñeca rota, sola y desnuda.
Este post lo escribí el hace mucho tiempo, pero no quise publicarlo en el momento para guardar la identidad de aquella que lo inspiró.
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